JUGANDO EN LIBERTAD: EL ERROR DE «SEXAR» LOS JUGUETES

Recuerdo que fue por navidades, a finales de los noventa. Yo estaba en un centro comercial buscando un regalo para mi sobrina, y miraba con detenimiento las estanterías repletas en la sección de juguetes. Me hallaba leyendo las especificaciones de una caja de esas de maquillaje con una cabeza de muñeca, cuando escuché la vocecilla de un pequeño que llamaba a su padre. Instintivamente me giré para verlo. No debía de tener más de cuatro años.

-Esto, esto… -decía ilusionado.

Era un chaval rubito, muy gracioso, que estaba intentando, no sin cierta dificultad, coger una muñeca Barbie de una de las estanterías. Entonces llegó el padre.

-No seas maricón -dijo con tono desabrido.

Le arrancó la muñeca de las manos, y casi también le arranca el brazo mientras lo sacaba del pasillo color fucsia con gesto enfadado.

Hasta aquel momento no había reparado en que las secciones niño-niña estaban separadas, pero, de hecho, tampoco me había parecido algo extraño. De manera casi automática yo me había ido a la sección rosa a buscar la muñeca que mi sobrina había pedido por su cumpleaños, y lo consideraba algo normal.

Hasta ese preciso instante…

No pude evitar seguir mentalmente al pequeño al que, sin anestesia ni nada, el padre acababa de mutilar de un solo tajo la ilusión y la libertad.

Porque, a buen seguro, esa aseveración de que jugar con una muñeca le convertía, no ya en gay, sino en algo despreciable que supuestamente iba asociado a esa identidad sexual, constituía una de las primeras fases del moldeado -léase lavado cerebral- que la sociedad realiza con los niños para dejarles claro que hay cosas que no se deben expresar, pensar e incluso, ya puestos, sentir.

Y no, por lo visto, si meas de pie no pueden gustarte las muñecas.

Mucho ha llovido desde entonces, pero yo aún recuerdo a aquel chaval, como también recuerdo al neandertal que tenía por padre.

Ya en ese momento me había sentido tentada de acercarme a decirle cuatro frescas, pero si algo he aprendido es que, en lo tocante a la educación de los hijos ajenos, hay un muro infranqueable que nadie debe intentar traspasar si no quiere salir malparado.

Y mi réplica quedó tan silenciada como el deseo de aquel niño.

Dos décadas más tarde, con el auge de Internet y las redes sociales, compruebo cómo la comunicación global ha conseguido dar visibilidad a ciertos problemas, y con ello, ayudar a resolverlos.

Cierto es que hay muchas voces críticas que señalan los aspectos negativos que la tecnología llevada a la vida cotidiana nos ha traído, pero negar sus beneficios sería tan injusto como falso.

La comunicación facilita el conocimiento, y el conocimiento es poder, especialmente porque hemos conseguido crear una suerte de conciencia colectiva en la que el debate está abierto a cualquiera que desee participar en él. Y el debate siempre es positivo.

Así, y propiciadas por la inmediatez de la comunicación, las ideas se comparten por todo el globo, dando voz a personas que se sentían aisladas en sus sentimientos y creencias.

Algunas de estas personas son los niños y niñas que, hace décadas, fueron conminados a “desear lo correcto”.

Yo misma fui una de esas niñas, de hecho.

A la tierna edad de ocho años pedí a un niño de mi vecindario que me dejase jugar con su coche teledirigido, a lo que él accedió. Cuando apenas había tocado el mando a distancia, su madre me lo arrebató bruscamente, haciéndome saber que el coche era de su hijo, y no mío, y añadiendo que yo tenía que jugar con muñecas, que eso no era propio de niñas.

A su hijo le enseñó que debía ser egoísta y machista. A mí me llamó pobretona y marimacho.

Otra joyita, vamos.

Por eso, por lo que me toca, y como testigo y víctima del absurdo que constituye poner género a los juguetes, me complace enormemente ver cómo, cada día más, jóvenes padres comparten en redes sociales sus experiencias familiares, mostrando orgullosos en vídeos caseros cómo sus hijos varones juegan con muñecas sin complejos.

No obstante, aún queda mucho camino por recorrer.

En las últimas semanas han circulado por Facebook y Twitter unas fotos tomadas por distintos particulares en cierto centro comercial, correspondientes a una campaña navideña en la que se animaba a las niñas a jugar con cocinitas y a los niños con herramientas de bricolaje.

Resulta esperanzador ver cómo la reacción negativa de la gente ante lo que ahora se considera un despropósito se extiende como una enorme ola, como también resulta frustrante que aún a día de hoy se pueda hacer una campaña semejante.

Pero la tendencia cambia, y eso es bueno.

Tal vez, si dejamos de imponer roles a los más pequeños, si dejamos de cercenar su creatividad y sus sueños, el mundo del mañana sea un lugar más justo para todos.

Un lugar en el que lo único que debe importarnos de las personas sean sus buenas cualidades, lo que aportan a la sociedad, y no lo que les gusta hacer con su libertad y su tiempo libre.

Y en ese mundo, ya no habrá pasillos azules y pasillos rosas.

 

Zenda B. Austen

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